Pero un día dejé de ser niña, y empecé a pensar en mis amigos como algo más que compañeros de juegos. Me di cuenta de que los chicos eran una raza por la que sentía una atracción imparable.
Juan era el chaval más simpático, Jesús el más guapo. Me gustaban los dos. O me gustaba uno y miraba al otro.
A Jesús lo miraba desde la distancia. Era demasiado guapo.
Pero con Juan volvía del colegio casi todos los días. Un camino de diez minutos que hacíamos en veinte. No iba a mi clase, pero nos encontrábamos en el camino de vuelta (o visto desde la distancia, nos buscábamos en el trayecto).
Charlábamos sin parar, aunque no siempre íbamos solos. Nos quedábamos solos al final, después de dejar al último compañero en la puerta de su casa. Cada día esperaba con ansiedad que llegara ese momento.
Mi mente desarrollaba historias con él. Me imaginaba a Juan pidiéndome salir, dándonos castos besos en los labios. Pensaba en cómo hacer que se fijase en mí, pero siempre fui un poco cobarde para estas cosas.
Nunca me atreví a nada.... malditos cuentos de hadas.
Pasó el tiempo, el colegio acabó y otra etapa de mi vida comenzó, el instituto. Más salidas, más chicos, más estudio,... no volví a verlo, ni a pasear con él, ni a charlar con él.
Pero el tiempo es un instrumento extraño. Cuando pasaron muchos, muchos años, a través de mi hermana pequeña, que sí tuvo amigas de su edad, hermanas de mis amigos, supe que yo también les gustaba. A los dos. A mis dos amores de preadolescencia. Ellos tampoco hicieron nada. Las vueltas que da la vida...
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